Finalmente Alfredo se levantó de la cama. Hacía ya un tiempo que se despertaba de madrugada con el cuerpo dolorido y ya no encontraba una posición cómoda hasta que se levantaba. Pero Alfredo era contumaz y cada mañana retrasaba lo máximo posible el momento de levantarse a pesar de que sabía que una vez se moviera un poco la cosa iría a mejor. Ochenta años ya. Toda una vida. Últimamente había notado cómo crecía la nostalgia en él, atenazándolo al menos un par de veces al día. Alfredo no lloraba, a eso no le habían enseñado, pero a veces notaba un nudo en la garganta cuando ponía ese disco u olía a azúcar quemado. Alfredo se había convencido de que ese nudo era la forma que los viejos tenían de sentir la felicidad. Preparar el desayuno le gustaba. Casi más que comérselo después. La cocina limpia como un laboratorio recién esterilizado. Pesar la avena, medir la leche con esa tonta jarra en forma de matraz que le regaló su hija y calentar la leche exactamente a 80 grados. Se permitió sonreír de sus excentricidades mientras se sentaba. Eran muchos años en el laboratorio y lo echaba de menos. Al pensar en el laboratorio, pensó en Federico, y entonces pensó que debería llamarlo. Muchos años trabajando juntos y, si bien nunca habían reñido como pensaban algunos, después de aquello se habían ido distanciando. Pero lo echaba de menos. Sintió otra vez la misma sensación de reticencia que sentía cada día al tener que salir de la cama. Algo doloroso, pero necesario. Uno ha de ser valiente para levantarse cada mañana. Y Alfredo era valiente, pero no tanto como para llamar a Fede, porque luego habría que decir algo, y Alfredo no quería hablar, solo quería poner ese disco de Miles Davis que ponían en el laboratorio y trabajar junto a él en silencio. Recuperar esa complicidad que siempre habían tenido. Saber que, al alzar la vista instintivamente cuando las placas de agar empezaban a calentarse y a desprender ese olor dulzón, encontraría la mirada del otro. Esa mirada expectante que preguntaba sin palabras si el experimento había tenido éxito. Pero eso no podían hacerlo. No porque fueran viejos, Alfredo y Federico podrían defenderse en el laboratorio mejor que cualquier recién graduado, o eso le gustaba pensar a Alfredo. No podían hacerlo por que ya sabían que el experimento nunca funcionaría. ¿Verdad? Lo habían demostrado fehacientemente, aunque Alfredo siempre conservó un resquicio de duda. Así que esta mañana tampoco lo llamó. Abrió un libro un par de veces pero no se decidió a empezar a leer. Pensó que cada vez imprimían la letra de los libros más pequeña. Se rio de él mismo porque sabía que eso había sido un arranque de viejo cascarrabias. El humor se hace más necesario cuanto más trágica es la situación y Alfredo sabía dosificarlo a la perfección. Y ocurrió. Estaba dando una cabezadita cuando sonó el teléfono. Alfredo lo supo. Federico siempre se había avanzado a sus deseos. Por eso trabajaban tan bien juntos. Su mujer bromeaba con que se podían leer la mente. Esa confianza mutua es difícil de conseguir. La confianza de equivocarse juntos, o triunfar juntos. Así que descolgó. Alfredo escuchó con esa media sonrisa en los labios que había cultivado en la vejez y un incipiente nudo en la garganta al que ya se iba acostumbrando. Me estoy volviendo blando, pensó. Federico no se andó con rodeos.
- Lo han conseguido - dijo Federico. No hacía falta decir más.
- ¿Quién? - quiso saber Alfredo. Con pocas palabras siempre habian sabido decir mucho.
- Los japoneses. Llevaban meses publicando avances muy prometedores…- Federico dejó la frase a medias.
- Pensé que habíamos demostrado que no era posible - Alfredo sintió que el maldito nudo en la garganta se hacía más fuerte y se le humedecieron lo ojos.
- No, Alfredo, yo me convencí de que no era posible, tú siempre dejaste una puerta abierta - Silencio - Lo siento Alfredo, yo… ¿estás bien?
Alfredo dejó caer una lágrima. Al final resulta que sí sabía cómo llorar. Pero la lágrima no fue amarga. Sabía dulce. Así que Alfredo la saboreó. Lo habían conseguido. Era posible. ¿No era acaso eso maravilloso? Vivir para verlo.
- Sí, Federico. Estoy feliz. - dijo Alfredo. Y se sintió valiente, así que añadió.- ¿Qué haces el sábado? Si no tienes planes, podrías venir a mi casa. Deberíamos intentar replicarlo.
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